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R.·.L.·.S.·. Cibeles 131

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¿Por qué Cibeles?

¿Por qué a nuestra Logia le hemos dado el nombre de «Cibeles»? 

Hubo un día en el que el hombre, sorpresivamente, despertó a la luz de la razón. Se desperezaba de una larga noche de evolución lenta y ruda animalidad. Tenía escrita en sus carnes la historia del Universo, pues era un compendio de cuanto en el Universo había ocurrido desde la misteriosa singularidad del Big-Bang al milagro portentoso de la formación de los cerebros.  
 
Sí, en los tuétanos de aquel ser con rasgos simiescos que acababa de despertar al raciocinio y a la idea, existían huellas indelebles de partículas subatómicas y de galaxias; por sus venas circulaban ecos de monera procariota nacida en los mares hace tres mil ochocientos millones de años y reminiscencias de la magna explosión de vida que tuvo lugar en la tierra durante el período cámbrico. Guardaba aún en su masa encefálica latidos de reptil y, sin embargo, ¡se abría ya al espasmo de lo consciente, tras esa prolongada noche de física y de azar de la que llegaba! 
 
Para él, dormir no fue sinónimo de inactividad ya que, mientras duró su sueño, alcanzó paulatinamente la vertebración, la sangre caliente, la mano prensil y la visión estereoscópica. Ayer mismo (hace tan sólo sesenta y cinco millones de años) era un pequeño mamífero que sobrevivió a cataclismos que aniquilaron a los dinosaurios y que él aprovechó para encontrar espacios en los que perfeccionar su lenta evolución. A base de mutaciones, se presentó en la categoría de los primates para acabar deambulando por glaciaciones y derivas continentales, por plegamientos montañosos y refugios de cueva, por anchas sabanas y fertilidades de humedal.  
 
Alcanzar la luz de la mente no le trajo al hombre sólo dicha. Le asaltaron de inmediato los porqués y los miedos. Se enteró de que era contingente e iba a morir y vio otros seres en torno a él cuyo origen se cuestionó. Se cuestionó también, por supuesto, su propio origen y su destino final. El contradictorio mundo en el que se halló (hermoso y duro, plácido y cruel) le lanzó al rostro mil preguntas a las que no supo responder. ¿Por qué el trueno? ¿Por qué las estrellas? ¿Por qué el recental y el niño, los pimpollos y el anciano, la lluvia, los pájaros, el viento…, por qué? Más allá de los horizontes a los que alcanzaban sus ojos, ¿qué habría? ¿Qué esconderían las entrañas del mar, los confines del firmamento, la mueca rígida de la muerte?  
 
Para materializar conceptos que su cerebro, torpe aún, digería con dificultad, inventó símbolos que resumieran lo que él no sabía expresar y lo mucho que se le escapaba en sus toscas elucubraciones de antropoide recién llegado a la aristocracia del pensamiento. Aquel hombre no abandonaría ya nunca los mitos ni los símbolos, aunque, con el correr del tiempo, fueran símbolos y mitos que seguirían evolucionando dentro de sí mismo como iban a evolucionar la fisiología de su mandíbula o el color de su piel. 
 
De la cueva familiar pasó a la tribu y a una incipiente comunidad social. Cambió vida nómada por ordenamiento urbano. Luego, sin dejar de ser cazador, se enamoró de la fertilidad de la tierra y estrenó los campos para cultivar en ellos haces de espigas.  
 
Los siglos volvieron a pasar. Siglos y convivencias acabaron trayendo a sus poblados poetas, hechiceros, narradores imaginativos que se atrevieron a ofrecer una explicación a los enigmas que no cesaban de horadar la mente de aquel pobre ser, ignorante siempre y siempre débil. Por chozas y caminos, comenzaron a circular fábulas mitológicas y respuestas arbitrarias para lo arbitrario. El Misterio se resolvió con nuevos misterios, pero a los secretos del Cosmos alguien les daba una inicial respuesta y las incógnitas que el ser humano albergaba desde sus orígenes parecían querer desvelarse.  
 
¡Y se inventaron los dioses! Eran dioses humanizados, absurdos, que intentaban explicar con diversas teogonías el propio absurdo de los asuntos de los hombres, dioses de voluntad antojadiza, tan antojadiza como el destino al que todo estaba subordinado. ¡El conocimiento de las leyes que rigen la naturaleza se hallaba tan lejos aún…!  
 
Fue en una insignificante aldea de Frigia, en Asia Menor, donde apareció la primera divinidad seria y con rasgos definidos. En efecto, allí tuvo su origen la Gran Madre prehistórica, la «Magna Mater», como acabarían llamándola los latinos. Allí vino al mundo Cibeles, la mayor deidad del Medio Oriente antiguo, porque existía por sí misma y ella alumbró, hipotéticamente, las plantas, los animales, los hombres y la pléyade infinita de dioses que vendrían después. Cibeles creó los elementos esenciales: aire, tierra, fuego y agua. Personificó la universal fertilidad, el inicio de todo, la causa de todo, el principio de todo lo existente y de todo lo imaginable. Muy al contrario de lo que han hecho las últimas religiones y filosofías (que se recrean en exceso, quizá, en la idea de la muerte) la Cibeles frigia fue sinónimo de estallido vital, de entusiasmo, de apertura, de respuesta y de esperanza. 
 
Montada sobre un carro al que arrastraba la fuerza de dos leones, a Cibeles se la representó con muchas y muy ricas manifestaciones iconográficas: con velo, cetro y casco en forma de torre almenada o portando en sus manos la llave que abría las entrañas de la tierra, tierra de la que brotaba la ansiada y ubérrima generosidad de bosques y cosechas. Ella pasó a simbolizar la energía encerrada en la materia bruta, pues tenía poder sobre lo inanimado y sobre los dones de los cielos, sobre la feracidad del vientre de las mujeres o sobre el espíritu creador de los hombres.  
 
El culto, de tipo orgiástico, que le dieron los frigios se lo darían, igualmente, en otros pueblos y países, aunque en cada uno de esos lugares le atribuyeran nombres distintos: Deméter, Rea, Semíramis, Vesta… Lo de menos fue su apelativo concreto, pues lo que importaba era el gozo órfico de la supervivencia y el anhelo de resurrección que Cibeles encarnó. A partir del emperador Antonino, su culto tuvo ritos secretos, «misterios», que se transmitían sólo a los iniciados. La casaron con Cronos, soberano del mundo, y en cada lugar le asignaron hijos que iban desde el gran Zeus a divinidades como Titán o Saturno. Convirtieron en leyenda sus amores con un joven pastor, de nombre Attis, que por ella murió y al que Cibeles devolvió a la existencia metamorfoseado en pino, glosando así el eterno hecho de la vida que muere para luego renacer, el de los otoños que hibernan y el de las primaveras que salen anualmente de obscuros letargos con el fin de alcanzar plenitud de frutos y de luz. 
 
Aquélla matrona que todo lo engendró y de la que nació cuanto existe, aquélla causa primera de las causas (con la decadencia del matriarcado) acabaría convertida en varón, en demiurgo, en el gran andrógino, en el primer motor inmóvil, en logos, en cero e infinito, en numen innombrable, en geómetra-arquitecto, en Abba, en Padre, en Dios… Pero fue Cibeles, matriz fecunda por excelencia, quien estuvo en el inicio de lo divino y de lo humano. 
 
Su iconografía llenó el mundo y trascendió los siglos. Aun en períodos recientes, la esbelta figura de la diosa ha terminado por popularizarse y por fagocitar otras alegorías llamadas a tener mayor protagonismo. En Madrid, por ejemplo, ella es el símbolo de la ciudad, superando en fuerza al oso y al madroño que los madrileños eligieron como paradigma de su propia realidad urbana. El monumento que le diseñó en el siglo XVIII el arquitecto Ventura Rodríguez y que, con mármol cárdeno, plasmaron las manos del escultor abulense Francisco Gutiérrez, ha pasado a ser el emblema de la capital de España. 
 
A la vista de lo que ha sido la historia humana desde la noche de los tiempos, consideramos que, cuando una logia masónica de nuestros días se dispone a trabajar e intenta arrancarle al Misterio algún pequeño fruto de verdad, ¿qué guía mejor que Cibeles puede escoger para gobernar sus pasos? Cuando varios obreros se concitan en algún lugar para añadir al sobrecogedor templo de la Creación el milagro de un puñado de piedras labradas por sus propias manos, ¿qué diosa que no sea Cibeles debe presidir la obra? Cuando de crecer internamente se trata, ¿qué fuerza interna mayor podemos darnos que esa «natura naturans» que Cibeles vino a encarnar entre las antiguas gentes de Asia Menor y luego de Asiria, Creta, Grecia, Roma y el mundo moderno?  
 
Hace ya miles de años que el hombre protagonizó el maravilloso despertar que le encumbró al plano de la razón y de la búsqueda, de la idea y del miedo, del íntimo estremecimiento y de la pregunta. Sus descendientes, igual que cuando él se hallaba en la oscuridad primitiva de la cueva, continuamos con parecidas incógnitas horadándonos las sienes: ¿Qué somos?, ¿de dónde procedemos?, ¿qué significado tiene lo que nos rodea?, ¿qué verdades esconden los abismos insondables del macrocosmos y del microcosmos?, ¿hacia dónde nos dirigimos?, ¿cuál ha de ser nuestro comportamiento para habitar, con la mayor dignidad posible, este corto período de existencia que se nos da…?  
 
Los símbolos son hoy, como en el pasado, resumen de respuestas que no llegamos más que a intuir y Cibeles, Magna Mater que alumbró cuanto existe, quizá sea también en la actualidad la idealización perfecta del principio activo en el que se apoyaron nuestros hermanos de ayer en sus creaciones y búsquedas. Quizá tan sólo ella siga asumiendo con plenitud la alegoría de la fecundidad. Quizá ella, sólo ella, represente la realidad arcana del Gran Arquitecto que todo lo engendra y todo lo construye, la del Oriente esplendoroso que ha de enviarnos algún día a los hombres la Luz que incansablemente buscamos.  

Nota: El contenido de este texto fue publicado por la R.·. L.·. S.·. Cibeles Nº 131 en la creación de su primera página web, inaugurada oficialmente el día 5 de julio de 2004, coincidiendo con el primer aniversario de la Logia.